Daniel Pizarro
Peso
frutas, peso verduras. Peso verduras y frutas, todo el día. Trabajo en
un supermercado, se comprende. En eso estoy desde que jubilé. Peso las
frutas y peso verduras. De momento alguien tiene que hacerlo, hasta que
las señoras –estas señoras– aprendan a pesarlas por su cuenta. Debo
enseñarles a pesar. Pero el día en que aprendan mi trabajo se volverá
superfluo y tal vez no habrá lugar para mí en el supermercado. Por lo
tanto no les enseño nada, sino que me muestro de lo más amable con estas
señoras que se creen dueñas del supermercado y avanzan con sus carros
repletos de mercadería sin pedir permiso a nadie, esperando que los
demás se aparten porque ahí vienen ellas, estas señoras. Señora ¿cómo
está?, las saludo, ¿cómo amaneció hoy? Por favor, permítame. Y cojo la
bolsa con frutas y verduras y la coloco sobre la balanza electrónica, y
pego la etiqueta del precio sin darles posibilidad de que lo hagan por
sí solas. Pues se trata de que no aprendan nada, ya se dijo. Y algunos
días siento verdadero alivio de ver cómo ni siquiera desean aprender,
pues están acostumbradas a que las sirvan y a que los demás se hagan a
un lado. Costumbres de toda la vida, nada ni nadie las hará cambiar, me
digo, esperanzado.
Sin
embargo, no faltan los que desean aprender y me miran con desprecio
cuando ofrezco mis servicios, como si me dijeran “¿Crees que soy
idiota?”, “¿Me consideras incapaz de hacerlo?”. Entonces no me atrevo a
pesar la fruta ni la verdura. Buscan el producto en la pantalla,
presionan sobre la imagen e imprimen la etiqueta. La pegan en la bolsa y
se van.
Me siento totalmente inútil. El final está acerca, me digo entre dientes.
Una
vez nos visitó el dueño del supermercado. Todavía recuerdo la fecha. Un
hombre mayor, más viejo que yo pero bastante más enérgico. Dueño de
varias cadenas de supermercados, dueño de grandes tiendas comerciales,
dueño de malls y del edificio más alto del país. Su mujer es menor que
mis hijas. Pronto será padre otra vez. Ese hijo sólo lo recordará por su
herencia. ¿Qué será mejor?, me pregunto al pensar en ello. ¿Cómo quiero
que me recuerden? Cuando entró en el supermercado la voz corrió por los
pasillos. El mundo se paralizó. Si Dios nos visitara no imagino algo
distinto: cada cual tratando de desempeñar su papel lo mejor posible, un
esfuerzo demoledor si lo sostuviéramos a cada instante. Pero así
estábamos entonces, dando lo mejor de nosotros en el supermercado. Por
su visita, ya se dijo.
Y
sucedió lo que más me temía. Un supervisor lo trajo hasta mi puesto.
Este es Juan y bla bla bla. Un pensionado y bla bla bla. El plan de
reinserción laboral. Para la tercera edad, y bla bla bla. Sentí terror.
Le informó que me encontraba capacitando a los clientes para que se
atendieran por sí mismos en la balanza electrónica. “¡Le dieron un
revólver para pegarse un tiro! ¡Ofrezcan algo más al pobre Juan!”. Eso
dijo. Juan soy yo. Años que nada me intimidaba así. Hasta su
magnanimidad metía miedo. Tomó unas manzanas fuji, las echó una bolsa y
me las trajo. “¿Cómo se hace?”. “Don H, usted coloca el producto en el
platillo y selecciona la imagen en la pantalla”. “No la encuentro”,
dijo. “La segunda pantalla, en la M, ¿ve?”. Le enseñé el botón para
pasar a la pantalla siguiente. Al despedirse volvió a insistir con el
supervisor: “Búsquenle algo a Juan, por Dios”.
*
Peso la
fruta, peso verdura. Puedo reconocer el producto con sólo palpar su
cáscara o sus hojas. Puedo estimar su peso con bastante exactitud. Uno
aprende cosas inesperadas. Es lo triste. Seguir aprendiendo hasta el
último instante de la vida. La inminencia de la muerte, por ejemplo.
Saber cómo se siente. Partiremos al debe de este mundo, castigados por
nuestra infinita imperfección. También al señor H le sucederá, aun
cuando parezca un dios. Es lo triste, digo.
Pero
hay otra clase de personas, por supuesto… Este señor, A. No recuerdo su
apellido. Un hombre de edad media. Tiene la costumbre de conversar un
rato conmigo. ¿Se aburre en casa? ¿Le doy pena? Primero toma café a unos
metros, en la cafetería ubicada al centro del supermercado donde los
carros de las señoras bloquean el acceso. Me saluda desde lejos y sé que
vendrá en minutos. Le sobra el tiempo y la holgura ya modeló su rostro.
Algo indefinible. ¿Cómo está, don Juan?, me saluda con una sonrisa
leve. Compartimos trivialidades.
Hasta
el otro día. Pues uno siempre encuentra sorpresas y no deja de aprender
hasta el final, qué lástima. “Usted y yo somos indigentes, ¿sabía?”, me
dijo. Pensé responder: “De acuerdo, pero yo soy mucho más indigente que
usted. Sólo que usted extravió su lupa para mirar de cerca”. Pero me
quedé en silencio, pues peso la fruta y peso verduras. “Cómo cerrar la
boca” fue la primera lección que aprendí en este supermercado. Así que
puse mi bien aprendida cara de interés.
Me
habló de un hermano suyo que vivía en otro mundo. Una dimensión
inaccesible para nosotros, los indigentes. Todo es relativo, dijo, como
si habláramos de Einstein. Me contó que el fin de semana había conocido
su nueva casa de veraneo en un lugar llamado Brisas de Santo Domingo. Lo
dijo como si yo jamás hubiese oído del lugar, a causa de mi indigencia.
Pero yo sí había andado por ahí hace cincuenta años o más. No soy tan
indigente como parezco, pensé decirle. Pero callé, se entiende. Estuve
un verano, quizás dos, cuando uno todavía podía ir a esos balnearios
exclusivos sin que te tomaran por un desertor de la servidumbre. O tal
vez sí, pero al menos te dejaban pasar. O tal vez no. No estoy seguro.
Pero lo conocía: arena fina, cenicienta; mar oscuro y frío; mucho
viento, grandes rocas: granito mosca.
Su
hermano compró al contado una casa por mil millones de pesos. “¿Se lo
puede imaginar?”, me preguntó, como si la indigencia me lo impidiera.
Negué con la cabeza, por supuesto, compenetrado de mi papel. La fruta
esperaba sobre la balanza. Duraznos conserveros. La casa de su hermano
formaba parte de un condominio de viviendas distribuidas alrededor de un
campo de golf en un terreno alto con vista al mar. El mar oscuro y
cinerario que yo recordaba aún.
Para
que me hiciese una idea, dijo, ese hermano suyo ganaba el sueldo de un
futbolista de primera clase en Europa. Era abogado de un bufete
internacional. Había sido el mejor alumno de su promoción en el colegio,
el mejor de su promoción en la universidad, y luego había estudiado en
Oxford, donde creo que también fue el mejor. El mundo es
extraordinariamente justo, podría haber dicho yo, pero podía sonar a
broma. Me callé, nuevamente. Peso la fruta y peso verdura. Lo repetiré
como una penitencia.
En
ese mundo insospechado su hermano era, sin embargo, un aprendiz de rico
al lado del propietario de esos terrenos, dueño además de una
inmobiliaria con la que había hecho grandes negocios. Aquí podría haber
replicado, volviendo a la relatividad de las cosas, que la fortuna de su
hermano y la del dueño del condominio eran un chiste al lado del
patrimonio del viejo H, que dio instrucciones para reubicarme en el
supermercado. Pero adivinen: cerré la boca.
Después
de pasearme un rato por la riqueza ajena me llevó por fin al asunto que
le interesaba. Durante la visita conoció un parque que pertenecía al
dueño de los terrenos. Había invertido en esa reserva para preservar un
humedal, la flora y la fauna de su ecosistema. Con dinero, con mucho
dinero, se pueden desarrollar grandes iniciativas. Algo así me dijo.
Lo
que más lo impresionó fue el aviario, dos hectáreas boscosas en medio
del parque cubiertas de mallas donde convivían aves locales con otras
exóticas. El faisán venerado, los loros eclécticos, los mirlos
metálicos. Y otras más, dijo, enseñándome un folleto con las imágenes.
Eran realmente extrañas las aves, pero más raros y sugerentes me
parecieron sus nombres. Luego me hizo saber que la entrada valía sólo
seis mil pesos, como si la octava maravilla se encontrara botada a la
vuelta y yo me la estuviera perdiendo.
Sigo
aquí, todavía, junto a la balanza, con un delantal verde oscuro y un
sombrerito del mismo color tipo marinero o albañil. Olvidé decirlo
antes. Los días pasan y secuestran el tiempo. No lo devuelven por
ninguna recompensa. Veo a las señoras empujando sus carros y vuelvo a
entender que no desean aprender nada más, absolutamente nada. Pero todo
es cuestión de tiempo, me digo a veces, preguntándome si algún día
volverá el señor H a visitarnos. Estos pensamientos me cruzan como nubes
pasajeras, efímeras. Entretanto, el señor A me saluda desde la
cafetería con su sonrisa auténtica. Lo estoy viendo ahora, en estos
momentos. ¿Quién más se me acercará hoy? ¿A quién más podría esperar
detrás de la balanza? Se me cierran los párpados, de vez en cuando. Un
faisán venerado me mira a los ojos, me inquiere: “¿Por dónde es la
salida?”. Creo que lo sabe todo sobre mí, creo que los otros son nuestra
policía secreta. Se trata de un sueño, no hay duda. Arriba, en una
esquina de la estructura de acero que soporta el techo, desde hace días
hay una paloma atrapada. Eso debe ser, me digo. También me canso. Peso
la fruta, peso verduras. Estoy jubilado. ¿Ya lo dije?
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